La escuela no se inventó para mejorar la vida de la gente. La escuela no se creó para hacer posible el ascenso social ni la felicidad de nadie.
En cada país, en cada momento, diferentes actores sociales dieron impulso a la creación de escuelas, o a la creación de leyes que obligaran a tener educación sistemática.
Pero ¿Por qué? O mucho mejor ¿Para qué?
Las escuelas fueron impulsadas por los protestantes porque la biblia debía ser leída directamente por la gente y en idioma vernáculo, para no ser interpretada por un representante corrupto de una institución en la que ellos descreían.
También fueron creadas por comerciantes italianos para que la contabilidad y el novedoso y complejo sistema de doble entrada fuera dominado por sus hijos.
Pero el verdadero estallido en la creación de escuelas comenzó a darse cuando en la revolución industrial, los vagos poblaban los campos que habían sido arrebatados al pueblo (los campos comunales dejaron de existir y se privatizaron como proceso complementario a la revolución industrial). Nadie quería trabajar en las fábricas… ¿para qué pasar doce horas sentados gastando el cuerpo y el alma para otros?
Por medio de un sistema de sellos en la piel y cárceles con torturas se obligó a los vagos a dejar de serlo, pero ese método era demasiado cohercitivo e ineficiente.
Como dice Fernández Enguita (1987): “Había que inventar algo, y se inventó la escuela. Se crearon escuelas donde no las había, se reformaron las existentes, y se metió por la fuerza a toda la población infantil en ellas.”
Los chicos debieron aprender a estar sentados durante gran parte de su día como entrenamiento para la vida laboral adulta, y de esa manera pudieron entregarse voluntariamente al deber social de trabajar.
Los motivos para impulsar la escuela fueron diferentes en cada momento y lugar: los chicos en la calle no podían estar, y por otra parte los futuros ciudadanos debían elegir a sus representantes teniendo cierta formación para elaborar un criterio más o menos aceptable. A veces se impulsaron sistemas educativos simplemente porque otros países ya lo tenían, o porque era necesario amalgamar a la población inmigrante para que hicieran propias una bandera y un mapa como en el caso de la Argentina de Sarmiento (que quería educar a los ciudadanos para que “respeten la propiedad privada aún bajo el aguijón del hambre”).
Para Bourdieu, el sistema educativo es un dispositivo de repetición de las desigualdades y todavía mucho peor: el sistema educativo brinda una herramienta para explicar por qué gobiernan los que gobiernan, a través de una aparente meritocracia. Sin embargo, todos sabemos que en nuestra sociedad no acceden a las mejores credenciales los más capaces sino los que tienen la mayor combinación entre capital cultural + capital económico + capital de relaciones (también conceptos de Bourdieu).
Existen en la historia pedagogos de la liberación como Paulo Freire y pedagogos que con sus rupturas hicieron grandes experiencias, como Freinet.
Sin embargo, a mi modo de ver, no podemos esperar de la escuela un impulso de cambio social. La escuela se inventó para mantener el sistema, para repetirlo, y así cumple perfectamente su misión.
Tristemente pauperizada por los peores gobiernos, la educación argentina sigue formando a los habitantes del país para que sigan ocupando su posición social, que es la misma que la de sus padres. Aunque sigo pensando que un buen docente puede hacer la diferencia en la vida de un chico, ya no creo que mi labor sea revolucionaria. Todo lo contrario. Siento que aporto tanto al sistema como lo hace un buen abogado, un buen médico, o un excelente taxista.