Frases escuchadas el último mes en diferentes lugares donde trabajo o realizo actividades:
- “Deberían prohibir el fútbol”
- “Los pibes no respetan nada, hablan como quieren, escriben como quieren”
- “Qué lindas eran las épocas en que la mujer se quedaba en su casa sin necesidad de salir a laburar… yo sería tan feliz así!”
- “Esto es el mundo del revés”
- “Esa palabra que dijiste es un invento, no existe”
- “Acá cualquiera viene y dice cualquier cosa, mirá los ordenanzas, vienen en patota a exigir pero de laburar ni hablemos”
- “¿Cómo puede ser que el jefe de los ordenanzas gane más que yo que me maté estudiando?”
Siempre fui una persona con vocación de innovar, pero no con un consumismo vacío por “lo nuevo”. Por lo contrario, siempre me atrajo tanto conversar horas y horas con ancianos como comprender el lenguaje de los jóvenes.
Y es que lo que a mí me gusta no es hacer cosas nuevas. A mí me gusta el otro.
Me gusta el viejo que me cuenta sus aventuras amorosas de ayer y de hoy, me gusta el adulto que me cuenta sus devenires profesionales y económicos, me gusta la madre que me habla de lo que le cuesta no dormir por el bebé, me gusta el pibe que me explica cómo configurar algo en el Facebook, me gusta el chico que trata de ser grande usando palabras que apenas empieza a entender, me gusta el deambulador con sus frustraciones motrices, y me gusta el bebé que trata de meterse en este mundo simbólico y mientras tanto sólo sabe llorar. Me gustan los cambios, me gusta entender hacia dónde vamos.
La persona conservadora sufre porque “la gente” no es lo que espera. Hacen cosas nuevas, son desobedientes. No entran por la puerta señalada, caminan por el césped y escuchan la música más grasa, ruidosa, no música de calidad como la de antes. Cada nueva persona que se acerca es un riesgo a su tranquilidad, es un ruido, es un incorrecto, es un otro que es distinto a uno. Y eso es insoportable para los conservadores. Qué difícil debe ser vivir así, ojalá nunca me llegue el día en que vivir en sociedad me haga sufrir.